La fiesta del chivo by Mario Vargas Llosa

La fiesta del chivo by Mario Vargas Llosa

autor:Mario Vargas Llosa
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 84-226-8762-3
publicado: 2000-01-01T05:00:00+00:00


XIV

El Benefactor entró al despacho del doctor Joaquín Balaguer a las cinco, como lo hacía de lunes a viernes, desde que, nueve meses atrás, el 3 de agosto de 1960, tratando de evitar las sanciones de la OEA, hizo renunciar a su hermano Héctor Trujillo (Negro) y accedió a la Presidencia de la República el afable y diligente poeta y jurista que se había puesto de pie y se acercaba a saludarlo:

—Buenas tardes, Excelencia.

Después del almuerzo a los esposos Gittleman, el Generalísimo reposó media hora, se cambió —llevaba un finísimo traje de hilo blanco— y despachó asuntos corrientes con sus cuatro secretarios hasta hacía cinco minutos. Venía con la cara agestada y fue al grano, sin disimular su enojo:

—¿Autorizó usted hace un par de semanas la salida al extranjero de la hija de Agustín Cabral?

Los ojitos miopes del pequeño doctor Balaguer pestañearon detrás de los gruesos espejuelos.

—En efecto, Excelencia. Uranita Cabral, sí. Las Dominicanas la han becado, en su universidad de Michigan. La niña debía partir cuanto antes, para unas pruebas. Me lo explicó la directora y se interesó en el asunto el arzobispo Ricardo Pittini. Pensé que ese pequeño gesto podía tender puentes con la jerarquía. Se lo expliqué todo en un memorándum, Excelencia.

El hombrecito hablaba con la suavidad bondadosa de costumbre y un esbozo de sonrisa en su cara redonda, pronunciando con la perfección de un actor de radioteatro o un profesor de fonética. Trujillo lo escudriñó, tratando de desentrañar en su expresión, en la forma de su boca, en sus ojitos evasivos, el menor indicio, alguna alusión. Pese a su infinita suspicacia, no percibió nada; claro, el Presidente fantoche era un político demasiado ducho para que sus gestos lo traicionaran.

—¿Cuándo me envió ese memorándum?

—Hace un par de semanas, Excelencia. Luego de la gestión del arzobispo Pittini. Le decía que, como el viaje de la niña era urgente, le concedería el permiso a menos que usted tuviera objeción. Como no recibí respuesta suya, procedí. Ella tenía ya el visado de Estados Unidos.

El Benefactor se sentó frente al escritorio de Balaguer e indicó a éste que lo hiciera. En este despacho del segundo piso del Palacio Nacional se sentía bien; era amplio, aireado, sobrio, con anaqueles llenos de libros, de suelo y paredes relucientes, y el escritorio siempre pulcro. No se podía decir que el Presidente fantoche fuera un hombre elegante (¿cómo lo hubiera sido con esa fachita entallada y rellenita que hacia de él no sólo un hombre bajo sino, casi, un enano?), pero vestía con la corrección que hablaba, respetaba el protocolo, y era un trabajador infatigable para el que no existían fiestas ni horarios. Lo notó alarmado; se daba cuenta de que, dando aquel permiso a la hija de Cerebrito, podía haber cometido un grave error.

—Sólo he visto ese memorándum hace media hora —dijo, admonitorio—. Pudiera haberse extraviado. Pero, me extrañaría. Mis papeles están siempre muy ordenados. Ninguno de los secretarios lo vio hasta ahora. De modo que algún amigo de Cerebrito, temiendo que yo fuera a negar el permiso, lo traspapeló.



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